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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

Fernando VI, el rey que amó hasta la muerte


Todos los reyes españoles desde los Austrias están sepultados en el Panteón Real de El Escorial, salvo dos, que eligieron sus respectivas fundaciones: Felipe V (La Granja de San Ildefonso) y Fernando VI (las Salesas Reales de Madrid).

La razón que llevó a Fernando VI a elegir este emplazamiento es el colofón de una historia de amor, infrecuente en un matrimonio de conveniencia propio de los monarcas de la época.

Fernando VI de Borbón, llamado el Prudente o el Justo, rey de España desde 1746 hasta 1759, era el cuarto hijo de Felipe V y su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya, y la muerte de su hermano mayor Luis I en 1724 le convirtió inesperadamente en príncipe heredero.

La escogida por la Casa Real para ser su reina era la princesa portuguesa Bárbara de Braganza. A pesar de los retratos idealizando su belleza, la realidad era distinta, pues al conocerla en persona, su prometido descubrió que tenía el rostro marcado de viruela y el cuerpo con un gran sobrepeso. Pero su personalidad causó muy grata impresión al príncipe de Asturias. Igual que Fernando, la princesa era culta, piadosa, de agradable carácter, dominaba seis idiomas y amaba la música, llegando incluso a componer. Congeniaron al instante y se gustaron.

Se casaron en la Catedral de Badajoz el 15 de enero de 1729. Él tenía 15 años y ella, 18. Las capitulaciones se firmaron en un puente de madera construido para la ocasión, a modo de palacete, sobre el río Caya, en la frontera. Badajoz fue elegida por encontrarse a medio camino entre Madrid y Lisboa. El acuerdo incluía también el matrimonio de la hermana del príncipe, María Ana Victoria, de 11 años, con José, de 15 años, príncipe de Brasil, hijo de Juan V, rey de Portugal. 

A pesar de haber sido concertado, el suyo fue un enlace feliz. Bárbara de Braganza era inteligente, ayudaba a su marido en las cuestiones de estado, promovía las artes y la cultura. Se crearon la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (denominada así en honor al soberano) y el Real Jardín Botánico de Madrid.

Pero la princesa portuguesa era muy proclive a la hipocondría y estuvo siempre muy preocupada por su salud y la de su esposo. El asma que padecía le hacía sufrir mucho. El rey mandó consultar a los mejores médicos, no solo de España, sino también de Europa: todos aconsejaban un estilo de vida más saludable, evitando los excesos en la comida, pero la reina era muy aficionada a la buena mesa.

Estaba también angustiada por la posibilidad de quedarse viuda y por ende desvalida, lo que le creó un ansia de acumular riquezas y de ahorrar hasta la exageración. Eso la hizo muy impopular. En el momento de su fallecimiento tenía más de diez millones de reales que se conociera, pero en bolsas guardaba otros once mil y en acciones había invertido una cifra superior a los ochocientos mil doblones.

La opinión pública criticó que en su testamento, otorgado el 24 de marzo de 1756, destinase su fortuna a su hermano el infante Pedro de Portugal, lo que no se interpretó como muestra de afecto fraternal, sino como un afán de sustraer bienes a España en favor de un país extranjero. Dejaba legados a miembros de la familia real, a sus servidores, a Farinelli y a Scarlatti. Al rey, solo una imagen de la Virgen de la que era devota y algunas joyas. También asignaba cantidades importantes para limosnas y misas por su alma, y 29 doblones para labrar su sepulcro (que realizó Juan León). Aún descontados todos estos legados, que en total superaban los cuatro millones de reales, más el coste del funeral y las misas, el hermano de la soberana, heredero universal, recibió la nada despreciable suma de siete millones de reales.

Cuando la reina falleció a los 47 años, la madrugada del 27 de agosto de 1758, en el Palacio de Aranjuez, al no haber sido madre de rey, no tenía derecho a descansar eternamente en el Panteón Real de El Escorial junto a los demás monarcas. En consecuencia, fue sepultada en el Real Monasterio de la Visitación de Madrid, de monjas de San Francisco de Sales, conocidas como Salesas Reales por haber sido el cenobio fundado por ella.

En su testamento pedía ser amortajada con el hábito de esa Orden. El féretro se expuso en el Palacio Real de Aranjuez, se transportó por la tarde a Madrid y el 28 de agosto llegaba a su última morada, para efectuarse el sepelio un día más tarde. Años antes, la reina había planeado un monasterio de salesas para educar al modo europeo a doncellas nobles, y con ese fin hizo llamar a un grupo de dichas religiosas de la sede central de Annecy, en Francia. Para la construcción del complejo, se decantó por el proyecto de Moradillo y Carlier. Las obras comenzaron en 1750 y acabaron en 1757, poco antes de perecer su impulsora, inaugurándose con solemnes ceremonias en presencia de ella. La soberana fue criticada por los grandes gastos ocasionados a la hacienda real, calculados en ochenta y tres millones de reales, y por la innecesaria apariencia ostentosa del monumento. Algunas coplillas anónimas la hacían blanco de sus ataques: "Bárbaro edificio, Bárbara renta, Bárbaro gasto, Bárbara reina".

Solo un año más tarde que ella, sin lograr reponerse nunca de la pérdida de su mujer, en 1759 fallecía Fernando VI y sorprendía a la Corte y al pueblo al rechazar ser enterrado en El Escorial, prefiriendo permanecer junto al amor de su vida en las Salesas Reales, como sigue en la actualidad, en dos sepulcros aledaños, en la parroquia bajo la advocación de Santa Bárbara ubicada en el centro de Madrid, en la zona de Chueca: la actual calle del General Castaños, esquina precisamente a la calle Bárbara de Braganza. En las inmediaciones, sendas estatuas rinden homenaje a los monarcas: la del rey, obra de Olivieri de 1752, fue traída desde su ubicación original en Aranjuez y colocada en este enclave en 1882. La de la reina se encargó a Benlliure para hacer pareja con la primera, y se inauguró en 1887.

La desaparición de su consorte y compañera de vida había causado una profunda pena a su marido. Para evitar recuerdos, se encerró en el castillo de Villaviciosa de Odón acompañado de un pequeño séquito, durante lo que se llamó 'el año sin rey'. Desolado, se obsesionó con la muerte. Apenas probaba bocado, y comenzó a protagonizar comportamientos erráticos: arrojaba objetos a sus sirvientes, trataba de ahorcarse con las cintas de su camisa, dejó de afeitarse, paseaba en ropa interior sin cambiarse en muchos días, y hasta convulsionaba. Le servían la comida en una vajilla de plata por temor a que usara la de cristal para tragarse algún pedazo y poner así fin a su vida. No quería ver a nadie, negándose a despachar los asuntos de Estado con sus ministros. Sus lamentos nocturnos resonaban en el castillo.

No hallaba ya solaz en lo que antaño disfrutaba: la caza, la música -en especial con Farinelli, el cantante castrato-, sus relojes, el Embarcadero Real de Aranjuez con la Flota del Tajo… Sin embargo, el embajador británico en España hizo notar que su discurso no indicaba enajenación mental.

Al agudizarse su deterioro físico, testó sin dictar ni firmar, solo asintiendo. Desde principios de 1759 quedó postrado en cama. El futuro rey, su hermanastro Carlos III, dio la eufemística instrucción de utilizar 'violencia respetuosa' para refrenarlo, alimentarlo y asearlo. Así fue hasta exhalar su último suspiro, en agosto de 1759.

Al llegar al trono, Carlos III ordenó erigir un bello sepulcro para Fernando VI en la actual parroquia madrileña de Santa Bárbara, con planos del arquitecto real Francesco Sabatini y ejecución de Francisco Gutiérrez Arribas, autor de la fuente de La Cibeles y de varias esculturas de la Puerta de Alcalá, en Madrid.

El sepulcro, de mármol, se encuentra a la derecha del crucero, mirando hacia el altar mayor. Se compone de una urna con un relieve que muestra al rey como protector de las artes, apoyada sobre dos leones de bronce flanqueados por las figuras de dos mujeres que representan la Justicia y la Fortaleza, además de la Paz y la Abundancia, en calidad de virtudes de su reinado.

Más arriba, el Tiempo se simboliza mediante el dios Saturno, que sostiene un retrato de Fernando VI; bajo este, lloran dos angelitos mientras levantan un paño que cubre parte del sepulcro y sujetan el cetro y la espada, atributos del poder. Hay también dos esferas del mundo con una corona real. El conjunto está rematado por la figura de la Fama y un ángel que sostienen el escudo de armas del monarca, rodeado del Toisón de Oro en bronce dorado.

Destaca en la parte inferior la bombástica inscripción en latín de Juan de Iriarte: "Aquí yace el fundador de este monasterio Fernando VI, Rey de las Españas, óptimo príncipe que murió sin hijos, pero con numerosa prole de virtudes. Padre de la patria, el 10 de agosto de 1759. Carlos III dedicó este monumento de tristeza y piedad a su queridísimo hermano, cuya vida hubiera preferido al Reino".

Mientras el sepulcro de Fernando VI se sitúa en la iglesia, el de Bárbara de Braganza está dispuesto a espaldas de éste, en la capilla del Santísimo, separados ambos por la pared. En el lado opuesto, a la izquierda del altar, encontramos la sepultura del general Leopoldo O'Donnell realizada por García Suñol casi un siglo después. En ese lado también se halla la tribuna regia de madera. Sobre ella, los escudos de España y Portugal.

Ambos túmulos reales se concluyeron en 1765 y el viernes 19 de abril se trasladaron simultáneamente a ellos los cuerpos, que desde su fallecimiento habían estado depositados en la cripta del templo, localización de los enterramientos de las monjas.

La iglesia permanece abierta al culto en el presente, pero en 1870, en la I República, el convento fue expropiado por el Estado convirtiéndose en sede de los juzgados, y alberga hoy el Tribunal Supremo. Hubo dos graves incendios, en 1907 y 1915, que no afectaron al templo. Sigue siendo un testigo mudo de que algunos amores valen más que todo un Reino.

Fotografías: Gabriela Torregrosa