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Clásico

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

La Condesa de Chinchón, lágrimas como espigas


En 1800, Francisco de Goya pintaba a una mujer de 21 años que estaba encinta. Elegía como entorno para ella una habitación vacía, oscura y solitaria, y la mostraba llena de dignidad, con la mirada ausente y un aura de tristeza, presa de un destino impuesto por otros, que solo le reservaba dolor e incomprensión. Hoy, el óleo se ha convertido en una de las obras maestras del Museo del Prado: La Condesa de Chinchón.

Cuando, contra todo pronóstico, Carlos III se alzó con el trono de España por las prematuras muertes sucesivas y sin descendencia de sus dos medio hermanos mayores, Luis I y Fernando VI, se empleó a fondo en dejar el camino expedito para que sus propios hijos lo heredasen en un futuro. Aunque tenía 11 vástagos, ninguno había nacido en España, requisito establecido para los reyes por Felipe V al promulgar la Ley Sálica. Para contrarrestar esa previsión legislativa de su padre, Carlos III eliminó la cláusula, y además se determinó a dificultar que su hermano, el infante Luis Antonio, contrajera matrimonio, por si le nacían hijos en España que un día pudieran esgrimir la validez del precepto original.

Así, el infante no obtuvo hasta los 49 años autorización de su hermano el rey para casarse. Eligió a María Teresa de Vallabriga y Rozas, 32 años menor y sin sangre real, hija del Conde de Torreseca, un militar de la nobleza baja aragonesa. El matrimonio de clase social desigual, conocido como morganático, conculcaba la pragmática sanción dictada por Carlos III para reservar la corona para sus hijos, que apartaba de la sucesión a quien se desposase sin licencia real o con persona de inferior rango.

Como consecuencia del enlace, celebrado en 1776, sus descendientes perdían el apellido Borbón y solo llevarían el materno; no podían acercarse a menos de 20 leguas de la corte, distancia que incluía el palacio de Boadilla del Monte, construido por el infante en 1765. La familia sería privada de honores: el hermano del rey solo utilizaría el título de Conde de Chinchón.

Prescrito el alejamiento de los reales sitios, el matrimonio se estableció brevemente en Cadalso de los Vidrios, donde nació el primer hijo, Luis María, y fijaron su residencia en Arenas de San Pedro, en el Palacio Viejo (Casa de los Frías), donde alumbraron su segundo hijo, Antonio María, que apenas sobrevivió un corto lapso de tiempo. El 26 de noviembre de 1780 nació María Teresa Josefa en el palacio de los Condes de Altamira en Velada (Toledo), donde fue bautizada. En idéntico lugar vino al mundo tres años después la última hija, María Luisa.

Ese año de 1783, sin abandonar Arenas de San Pedro, la familia se mudó al Palacio de la Mosquera, cuya construcción impulsó el infante, obra de Ventura Rodríguez, el arquitecto del Palacio de Boadilla. Allí sostuvieron un entorno rico culturalmente. Al año siguiente, Francisco de Goya pasaba una temporada con ellos y pintaba el retrato 'María Teresa de Borbón y Vallabriga, niña, en un jardín', con el fondo de la sierra de Gredos, actualmente en la National Gallery of Art, en Washington. La futura Condesa de Chinchón, de solo dos años y nueve meses de edad, posaba con la mano en la cadera, como si fuera mayor, vestida con mantilla blanca.

Ese mismo año de 1784 Goya pinta asimismo el retrato colectivo 'La familia del infante don Luis', en la actualidad en la Fondazione Magnani-Rocca, en Parma. En él, María Teresa niña asoma graciosa detrás del propio Goya, sentado en plena ejecución de la obra, ante el caballete.

Pero esa placentera vida doméstica estaba presta a acabarse. Luis Antonio de Borbón fallecía en su retiro de Arenas de San Pedro el 7 de agosto de 1785. Carlos III dispuso que reposara en la capilla arenense de San Pedro de Alcántara, y que su viuda permaneciera allí.

Desde su lecho de muerte, el infante suplicaba a su hermano Carlos III que velase por sus tres hijos de corta edad. El rey lo hace, orientándolos hacia la iglesia para evitar la continuidad de su linaje y así cercenar la posibilidad de que se erigieran en pretendientes al trono. Los confía a Francisco Antonio de Lorenzana, cardenal arzobispo de Toledo, que tutoriza al varón y deja a María Teresa y María Luisa en Toledo, en el monasterio Cisterciense de San Clemente, de monjas bernardas.

Tras doce años de reclusión en el convento, durante los cuales muere Carlos III y le sucede su hijo Carlos IV, María Teresa, con 16 años, recibe comunicación del deseo del nuevo rey de casarla con su favorito, el Ministro Manuel Godoy, que ostenta el título de Príncipe de la Paz. El soberano recaba la aquiescencia de la joven, que la da, contenta de abandonar el prolongado encierro. Por su parte el contrayente, en sus Memorias redactadas años más tarde, afirmaba no haber deseado ese matrimonio, limitándose a obedecer a Carlos IV.

Entre el pueblo circulaban rumores de una relación entre Godoy y la reina María Luisa. Deseosos de acabar con las maledicencias e integrar en la familia regia al hombre más relevante de la España del momento, los monarcas decidían casarlo con su sobrina. María Teresa protagoniza el 2 de octubre de 1797 una boda con toda la pompa en El Escorial con Manuel Godoy y Álvarez de Faria, duque de Alcudia y de Sueca, en presencia de los reyes.

A cambio, ella y su familia serían recompensados: se restituiría el apellido Borbón a los tres hermanos, así como los privilegios de su cuna, con Grandeza de España, siendo de nuevo aceptados en la corte con honores. A la madre se le permitía usar el título de infanta y junto a sus hijas recibía la Orden de María Luisa. A las dos jóvenes, además, se les otorgaban sendas cuantiosas pensiones.

El hijo mayor, Luis María, entonces arcediano de Talavera, negociador de la boda de su hermana, sería nombrado Arzobispo de Toledo, Arzobispo de Sevilla y Cardenal. Los reyes pagaron a Godoy la dote de cinco millones de reales de la joven. Y se inhumaron los restos de Luis Antonio de Borbón en el panteón de infantes de El Escorial con honores.

Pero cualquier esperanza que María Teresa pudiera haber albergado de felicidad conyugal, se desvaneció al poco tiempo de convivir con su esposo. Éste llevó al domicilio a su amante Josefa (Pepita) Tudó, convirtiéndose en un matrimonio de tres. Pepita era quien acompañaba a Godoy en sociedad. La situación tan desairada provocó hondo descontento en María Teresa, a lo que se añadió el ver malogrados dos embarazos.

Cuando volvió a caer en estado de gestación, la reina María Luisa, entrometida en la vida de la pareja, les hizo trasladarse al Palacio Real para cuidar de la futura madre personalmente, disponiendo que la llevaran en silla de manos para que no se fatigara. El 7 de octubre de 1800 nació la que sería su única hija, Carlota Luisa, llamada así por los nombres de los reyes que fueron sus padrinos, en un bautismo oficiado por el gran Inquisidor Ramón José de Arce en la habitación real.

En 1803 Luis María cedía su parte de la herencia paterna a su hermana María Teresa, convirtiéndose en la XV Condesa de Chinchón. Esta, sintiéndose mera convidada de piedra en su propia vida, en 1804 intentó abandonar a su marido y viajó a Toledo en busca del apoyo de su hermano, aunque la presión de la reina le hizo desistir.

En 1808, después del Motín de Aranjuez y el encarcelamiento de Godoy, María Teresa huía a Toledo con su hermano, abandonando para siempre a su esposo. Para entonces, él ya tenía dos hijos extramatrimoniales con Pepita Tudó. Los reyes llevaron a su hija con ellos al exilio, donde iría más tarde Godoy. Con la invasión francesa la condesa y su hermana dejaron de percibir las rentas y perdieron todo, vendiendo sus alhajas para mantenerse.

Luis María fue nombrado presidente de la Regencia y aprobó la Constitución de Cádiz en 1812. Al regreso de Fernando VII, con la vuelta del absolutismo, el cardenal cayó en desgracia y fue confinado en Toledo, acompañado por María Teresa. Solo salieron al entierro de su madre en Zaragoza en 1820.

En 1821 su hija Carlota se casa en Madrid con el príncipe italiano Camilo Rúspoli. Luis María muere en marzo de 1823 y María Teresa se exilia en París en 1824, debido a su vinculación con el constitucionalismo y sus ideas liberales. Allí se reúne con su hermana María Luisa y su esposo, el Duque de San Fernando. Para pasar desapercibida utiliza el nombre de Teresa Drummond, cuarto apellido de su madre, cambiando continuamente de domicilio.

En París vivió un romance con el coronel Mateos, pero fue desgraciada y sufrió malos tratos. Tras una enfermedad, murió en su residencia de la avenue de Clichy el 24 de noviembre de 1828, cuando le faltaban dos días para cumplir 48 años. Poco después de su deceso, Godoy se casó con su amante.

Su hija trasladó sus restos al Palacio de Boadilla, en cuya capilla se encuentra su sepulcro, del escultor Valeriano Salvatierra. Es de mármol rojo, y sobre él, una escultura representa de perfil a la condesa sobre una columna, junto a un daimon griego arrodillado y llorando.

El palacio de Boadilla del Monte permaneció propiedad de sus descendientes directos hasta su adquisición por el Ayuntamiento de la localidad en 1998. Ha sido rehabilitado y hoy se puede visitar.

El retrato de María Teresa pintado por Goya entre abril y mayo del 1800 es un testigo de excepción de su vida, que la presenta fehacientemente y la acerca a través de los siglos, palpitante y actual.

La obra, documentada en el palacio de Godoy en 1800, fue trasladada en 1813 al Depósito General de Secuestros, en el almacén de la Fábrica de Cristales de San Ildefonso en la calle de Alcalá. En 1814, llega al palacio de Boadilla del Monte. La conservaron sus descendientes, los condes de Chinchón y los duques de Sueca, hasta su incorporación a las colecciones del Prado, justo dos siglos después de su composición, en el año 2000, siendo restaurada en 2020. Su estudio técnico reveló que fue pintada en un lienzo reutilizado por Goya, en el que originariamente hubo un retrato de Godoy y subyacente a este, otro de un caballero con la cruz de la orden de San Juan de Malta en el pecho.

Los ojos de la niña pintada por el genio de Fuendetodos, seguros de sí mismos, mirando al espectador y confiados en un futuro brillante que aguarda, ya no son reconocibles en la mujer que más tarde plasma el mismo autor, sentada en un sillón dorado, esperando la maternidad, como indican su pose de manos cruzadas sobre el regazo y su atuendo de talle alto. Ya no sostiene la mirada, tímidamente la deriva al lado, sumida en sus propias meditaciones. Tiene 21 años, aunque diríase mayor, por su mirada cansada y apagada. Su tocado luce espigas de trigo, símbolo de la fecundidad, pero parece yerma y frágil como una criatura asustada. Viste de blanco, como aquella niña pintada por Goya: envuelta en vaporosa gasa decorada con flores, aunque nada recuerda a la primavera, es el otoño de la ilusión y de los sueños moribundos tras un despertar a bofetadas. Su sortija en el dedo corazón derecho luce la efigie en miniatura de su dueño y señor, su marido Godoy. Ya no hay un telón de fondo de naturaleza exuberante: la luz se ha mudado a otra parte.

Goya ha quedado para siempre ligado a la Condesa de Chinchón, no solo a través de la composición del magistral lienzo homónimo, sino porque ambos terminarían sus días de manera paralela, falleciendo en 1828 en su exilio francés empezado cuatro años antes, y siendo después traídos sus restos a España. Dos personajes que vivieron una época de encrucijada personal y también histórica, que necesita mencionarlos para ser entendida en plenitud.

Fotografías: Gabriela Torregrosa