El miércoles pasado tomé café con un amigo del alma, con un hermano. Digamos que se llama Sr. X.
Estábamos a mitad de la jornada de trabajo e hicimos un pequeño paréntesis para airearnos y tomar impulso. Habitualmente, en ese pequeño espacio de tiempo, entre otras cosas, solemos hablar de la familia, de nuestros trabajos, de cómo va el país… y muchas, muchas veces, coincidimos en los diagnósticos, si bien lo normal es que yo aprenda de él lo que él no aprenderá jamás de mí… cosa que le agradezco enormemente.
El caso es que, este miércoles, mi amigo me dejó preocupado. Él, como yo, estamos hastiados de la ingratitud de la gente.
Él se levanta cada mañana e intenta atender bien a su clientela, ofrecer un estándar de calidad alto, que deje buen gusto y anime al cliente a retornar a su negocio. La mayoría de las veces hace más por los clientes de lo que les cobra por ello, largamente más, pero pocas veces escucha decir “muchas gracias”; en estos tiempos, cada vez menos.
De igual forma, le gustaría que quienes trabajan con él se exigieran un nivel de calidad similar al suyo, pues cree firmemente que, de esa exigencia, obtendrían mejores resultados y un más feliz desarrollo laboral diario. Yo creo como él en esa máxima, de hecho, tengo probado que es buena parte del camino hacia el éxito. Cuando he trabajado en equipos que creían firmemente en dar lo mejor de sí mismos, y actualmente me encuentro en uno de ellos, esa voluntad asegura excelentes resultados.
Entiendo bien a mi amigo, le comprendo. No está reclamando ser mejor pagado, no pretende disponer de alfombra roja, ni de un trato singular y deferente, sólo desea ser reconocido, al menos de vez en cuando, y que quienes le rodean se animen a imitarle.
El miércoles, mi amigo, mi hermano, quería encontrar una casita en la falda de una montaña y alejarse de todo… ¿quién no ha sentido, en alguna ocasión, un impulso semejante?
Los iluminados del coaching te dicen aquello de que “a la gente buena le pasan cosas buenas” y te preguntas por qué a ti, después de dar lo mejor de ti mismo en el trabajo, te mandan a la Conchinchina o te pasa por encima el más borrego.
Y para más inri, cuando insistes en creerlo, pensando que, acaso, aún está por llegar aquella cosa buena que ha de pasarte, va tu señora y se lía con el profesor de yoga… o la profesora… (Esto, Pichu, aún no ha pasado, tranqui… es broma, sólo una licencia literaria, no te alteres, que te conozco...).
El miércoles no supe qué decir a mi amigo, a mi hermano, salvo insistirle en que cuando pasé por este trance, igual que él, acabé saliendo del mismo sin que nada hubiese cambiado, tal vez asumiendo que no soy yo quien va a cambiar el mundo y, por tanto, que quizás deba tejer una coraza que me aísle de estas penas, por si la pasta no me llega para la casita en la montaña. Mal consejo, estoy seguro.
O éso o seguir agradeciendo a la gente lo que hace por mí, diciendo “Muchas gracias”, sin escatimar el elogio merecido, y seguir esperando, sin descorazonarme, a que otros respondan de igual manera cuando me desvivo por ellos, cosa que a veces pasa y me alegra el día.
A quién no.