Llegué pronto, quizás demasiado pronto incluso para los portugueses. Pasaban pocos minutos de las 12 y media del mediodía. Todas las mesas estaban preparadas en Casa Oliveira, de Vilar Formoso, pero nadie sentado alrededor de ellas. Tan sólo el dueño del restaurante paseaba por el interior de la sala y salía de vez en cuando a la calle, quizás tratando de otear en el horizonte la llegada de otros comensales.
“Esto está cada vez peor”, sé que me dijo...
Minutos antes le había peguntado si, pese a la temprano de la hora, podía sentarme a comer. Se giró hacia la cocina, pensó durante un par de segundos, se volvió y me dijo “claro que puede, siéntese donde desee”, en un perfecto castellano, tan bueno como el que brotaba de una vieja tele que, en un altillo, emitía un concurso de Cuatro.
Me ubiqué frente a la puerta (me incomoda darle la espalda a las puertas en los restaurantes y salas de reuniones, quizás por un atávico, ancestral, sentido de alerta que no puedo reprimir) en una mesa de pequeño tamaño, preparada tan solo para dos comensales y, tras darle las gracias por atenderme, le indiqué que estaba allí a instancias de un buen amigo y que no necesitaba ver la carta, había llegado a su puerta, después de recorrer buena parte del Alentejo Portugués, durante cinco días, para probar el bacalao de la casa, aunque no sólo para eso, digamos toda la verdad, también para ver de cerca los azulejos que adornan la estación del tren de esa localidad fronteriza.
Sonrió, dio por sentado que no querría ni las aceitunas ni las distintas mantequillas que a veces colocan como entrantes y de seguido me indicó que algunas personas elegían vino tinto para acompañar a ese plato, pero que él me recomendaba un blanco muy fresco, con poco más de 10 grados, que le iría perfecto. No se hable más, que sea el blanco.
Hasta que la comida llegó a mi mesa, tuvimos tiempo de charlar un rato. La conversación se inició alrededor de la fiesta de los toros, pues gran parte de la decoración en paredes y muros, incluso bajo los cristales que cubren las mesas, son carteles y fotografías taurinas. Me confesó que en su juventud fue corredor de encierros y que decidió dejarlo la vez que un morlaco le “ayudó” a subir al burladero. Se lamentó, como hacemos muchos, de que la Fiesta pierde pujanza y me mostró orgulloso una fotografía de unos jóvenes, quizás unos 20, sosteniendo un armazón de madera, como un doble tenedor gigante, con el que trataban de sujetar la acometida de un astifino. “¿A que no sabe qué es esto?”, me retó... “Sí, lo sé, dije contento, es un forcón”. Tuve suerte, pocas horas antes había visto un armazón semejante en Sabugal, otra localidad del entorno y había preguntado a un anciano. He de decir que necesitaría 15 artículos como este para trasladar toda su explicación. El caso es que pude contestar con acierto al hostelero y, desde ese momento, brotó una camaradería distinta entre nosotros, más fuerte y sincera que la de propietario y cliente.
Disfruté del bacalao como pocas veces. No miento. Cualquier viaje hasta allí, por lejano que sea nuestro origen, merece la pena.
Pero mi intención hoy no era hacer una crítica gastronómica, sino mostrar agradecimiento y respeto. Me trataron con suma profesionalidad, fueron atentos conmigo, cordiales, amistosos. Me dieron más de lo que cualquiera está acostumbrado a recibir en un restaurante.
Así se entiende que, en una de sus abarrotadas paredes, cuelgue un plato con el siguiente mensaje: “Na minha casa modesta, encontrarás um abrigo: E sempre dia de festa, quando aparece un amigo”.
No sé si es casualidad, pero en la casa de enfrente, una pequeña villa del todo abandonada, luce sobre una pared desconchada un grupo de azulejos en blanco y azul que también nos emociona: ¿Es amigo? ¡Entra amigo! O pâo que temos aquí, neste pequenino abrigo, tamben chega para ti.
Ambos mensajes son lecciones de humildad, cariño, amabilidad y cercanía, de abierta y sincera predisposición al prójimo.
He encontrado mucho de esto en mi viaje, al menos así me lo ha parecido; quizás es una suerte no ser capaz de distinguir cuándo la amabilidad puede no ser verdadera.
Cómo no disfrutar de los paisajes, de las ciudades, de las arquitecturas y el arte. Cómo no emocionarse ante pequeños grupos escultóricos o enormes construcciones megalíticas, cómo no estremecerse ante el sabor del aceite recién prensado y del pan tierno.
Pero lo que siempre me asombra, lo que sigue haciendo de mí un viajero, son las personas... reescribo... las buenas personas... ¡Qué felicidad salir de casa y también encontrarlas!