"No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos inventa". (David Le Breton).
No es sencillo recuperar fragmentos del pasado ocultos en la memoria; no resulta fácil traerlos al presente, escondidos tras los vericuetos del tiempo. No obstante, el pasado viernes, todos lo intentamos, pese a conocer bien que en todos los recuerdos hay algo de inexactitud.
Lo cierto es que la perspectiva de los años nos permitió ver aquel tiempo antiguo de otro modo y éste llegó a parecernos, incluso, mejor.
Quizás descubrimos engaños que creíamos verdades, tal vez se rompieron hechizos que habían durado cuarenta años. ¿Quién sabe?
Peregrinamos al pasado, ése en el que caminar era la forma habitual de desplazarse y el tiempo no se medía en milisegundos, sino en mañanas y tardes enteras, en largas travesías, y las más de las personas hacían gala de recogimiento, de humildad, de paciencia y bonhomía.
La jornada se convertía con cada sonrisa, cada anécdota, cada gesto, en una renuncia expresa a la relación que hoy mantenemos con el tiempo y las personas, enferma de prisas y egoísmos, para aceptarnos tal y como somos en una vuelta, siquiera efímera, a lo elemental, a la amistad sincera y la alegría de estar vivos.
Rodeado por mis compañeros recordé la escuela con cierta melancolía, su atmósfera, la obligación de aprobar (algunos con trampas), las riñas entre estudiantes (enemigos un rato, después amigos), las reprimendas del profesor, el olor del papel y la tiza, el calor de la estufa de cáscara de piña, las risas a escondidas, las caras de susto, los gestos de alivio...
Sonreí recordando los pantalones de campana y las camisas estampadas, el merendar a todo trapo para volver a la calle, los interminables partidos de fútbol en los patios, los viajes bien apretujados en un Seat 1430, sin cinturones de seguridad, sin airbag... los bocadillos de salchichón y mantequilla o las tabletas de chocolate.
Por un instante me descubrí recordando cómo se fumaba entonces en todos los lugares, en la escuela, en la consulta, por supuesto en los bares, y cómo los críos íbamos al estanco a comprar tabaco para nuestros padres... hoy no fuma casi nadie.
Me sentí aún más cerca de quienes me acompañaban que cuando, de pequeños, hacíamos travesuras juntos, quizás porque sé lo que me ha costado llegar hasta aquí e, imagino, el camino no ha sido sencillo para nadie; el hilo de la vida se enreda, a veces, de forma intrincada e inexorable. El viaje de la vida nos hace y nos deshace, nos inventa.
Una cena de Quintos es, inevitablemente, un lance de la memoria, una ceremonia grupal de retazos del pasado y buenos deseos de futuro. El tiempo ha limado estúpidas rencillas, suavizado desamores, cubierto de olvido sinsabores de juventud y fantasías incumplidas.
Estás allí y miras, furtivamente, a quienes admiraste de entre tus compañeros, a lo mejor sigues viendo en ellos aquella chispa que entonces te asombraba, a lo peor la chispa se ha apagado y no queda de ella siquiera un frágil rescoldo.
Estás allí y charlas animado con aquellos con quienes lo hacías hace 40 años, tu pandilla, como si nada hubiera cambiado, pero la conversación suena ahora a hijos, nietos, trabajos, momentos duros, ocasiones felices... se le pide a la vida salud y felicidad. Tiempo atrás nuestras conversaciones tenían ecos de aventura, de espacios infinitos, planes prohibidos y libertad. Estás allí y hablas también con otros que, entonces, no te eran tan cercanos; curiosamente no hay ya tanta distancia.
Una cena de Quintos es un espejo de felicidades y de algunos desencantos, es un reflejo de la vida misma en múltiples representaciones. ¿Somos lo que éramos? No, de ningún modo. No somos lo que fuimos. Todos hemos cambiado, todos y cada uno de nosotros. Nada malo hay en ello.
Suele resultar una tarea ardua evitar dedicarle un rato a reparar en el físico de quienes comparten edad contigo, comprendo que es un tanto inevitable hacerlo, compararse. Aun así, el viernes pasado miramos a los ojos de aquellos con quienes compartimos escuela, comunión, juegos, hogueras en la noche de San Juan, desfiles de Carnaval, verbenas en las Fiestas... Quisimos leer en sus ojos emociones, trasladar también las nuestras.
Descubrimos sinceridad, se hizo la magia. Nada mejor puede esperarse de un encuentro así.
Para un tipo esquivo a la relación social, asocial a tiempo parcial, fijo discontinuo en misantropía, una cena de quintos es un Everest congelado.
El viernes pasado alcanzamos su cima... Lo extraño en mí es que estoy deseando volver allí de nuevo.